Comencé con mis viajes y travesuras a una edad muy temprana. Con tan sólo 8 años mis padres me enviaron por primera vez a un campamento juvenil internacional en Leucate Plage, un precioso pueblecito de la costa mediterránea francesa, entre Perpignán y Narbona, y al año siguiente, con 9 años, a otro campamento internacional en la isla del Lido, enfrente de Venecia, Italia.
En esa isla del Lido protoganicé mi primera travesura, un amigo del colegio que había ido en un intercambio anterior me había dicho que allí, año 1957, había unas novedosas máquinas automáticas que expedían golosinas, galletas, globos de hinchar, pequeñas pistolas de agua y otros artículos y productos introduciendo monedas de 10 liras italianas, y que había comprobado que también funcionaban con nuestros "patacones" (*) españoles del mismo peso, tamaño y forma.
Ni corto ni perezoso llegué al Lido con una bolsa repleta de patacones y los repartí entre los casi doscientos niños de diversas nacionalidades que estábamos en el campamento. Ese día desvalijamos casi todas las máquinas tragaperras de la isla y, empachados y cansados de galletas y golosinas emprendimos una incruenta guerra entre nosotros con los globos y pistolas de agua.
Esa noche vinieron los carabinieri al campamento, indagaron quién era el culpable del desaguisado, y para darme un escarmiento me llevaron a la comisaría y me hicieron pasar allí la noche.
En los años posteriores continué de campamento en campamento durante las vacaciones escolares y ya con 15 años, con la preceptiva autorización paterna por escrito, me fuí a dar la vuelta a España con mi hermano José Luis y mi compañero y amigo Fernando Vaquero, en trenes, autobuses y auto stop. La visita de la ciudad de Cáceres de la que no esperaba gran cosa y me encantó, y de una Jerez de la Frontera que creía maravillosa y por completo me desilusionó me hicieron comprender que el mundo era muy diferente a lo que nos decían y debía ser visto por uno mismo. Ese viaje, junto con las novelas de Emilio Salgari, condicionaron mi futura y larga vida de viajes y aventuras.
El caso es que en ese viaje llegamos un día haciendo auto stop y subidos en el remolque de un motocultor a un pueblo agricola llamado Pego, en el interior de la provincia de Alicante, vistiendo las en aquellos tiempos habituales camisas de la OJE (Organización Juvenil Española) y con nuestros cuchillos de monte para cortar el pan y pelar la fruta en nuestras cinturas.
A la entrada del pueblo estaba un cabo de la Guardia Civil, nos vió, nos hizo bajar del motocultor, nos pidió la documentación y el permiso paterno para el viaje comprobando que todo estaba en orden, y sorpresivamente, a mi amigo Fernando Vaquero y a mi (a mi hermano José Luis nó porque lo había visto venir y lo escondió a tiempo) nos detuvo porque según él los cuchillos de monte no eran reglamentarios y su hoja pasaba de los 13 centímetros autorizados.
Estuvimos retenidos en Pego durante tres días hasta qué, con la intervención de un ingeniero amigo de mi padre que era natural de allí así como de la OJE nos dejó el cabo partir.
Lo mas curioso de todo es que los dos sucesos aquí relacionados figuraban en mi expediente cuando años mas tarde, por oposición, ingresé como cadete en la Academia Militar de Zaragoza.
(*) Los "patacones" eran unas grandes y feas monedas de aleación sin apenas casi valor, diez céntimos de peseta, cuando una lira italiana valía por aquél entonces 10 pesetas españolas.
En esa isla del Lido protoganicé mi primera travesura, un amigo del colegio que había ido en un intercambio anterior me había dicho que allí, año 1957, había unas novedosas máquinas automáticas que expedían golosinas, galletas, globos de hinchar, pequeñas pistolas de agua y otros artículos y productos introduciendo monedas de 10 liras italianas, y que había comprobado que también funcionaban con nuestros "patacones" (*) españoles del mismo peso, tamaño y forma.
Ni corto ni perezoso llegué al Lido con una bolsa repleta de patacones y los repartí entre los casi doscientos niños de diversas nacionalidades que estábamos en el campamento. Ese día desvalijamos casi todas las máquinas tragaperras de la isla y, empachados y cansados de galletas y golosinas emprendimos una incruenta guerra entre nosotros con los globos y pistolas de agua.
Esa noche vinieron los carabinieri al campamento, indagaron quién era el culpable del desaguisado, y para darme un escarmiento me llevaron a la comisaría y me hicieron pasar allí la noche.
En los años posteriores continué de campamento en campamento durante las vacaciones escolares y ya con 15 años, con la preceptiva autorización paterna por escrito, me fuí a dar la vuelta a España con mi hermano José Luis y mi compañero y amigo Fernando Vaquero, en trenes, autobuses y auto stop. La visita de la ciudad de Cáceres de la que no esperaba gran cosa y me encantó, y de una Jerez de la Frontera que creía maravillosa y por completo me desilusionó me hicieron comprender que el mundo era muy diferente a lo que nos decían y debía ser visto por uno mismo. Ese viaje, junto con las novelas de Emilio Salgari, condicionaron mi futura y larga vida de viajes y aventuras.
El caso es que en ese viaje llegamos un día haciendo auto stop y subidos en el remolque de un motocultor a un pueblo agricola llamado Pego, en el interior de la provincia de Alicante, vistiendo las en aquellos tiempos habituales camisas de la OJE (Organización Juvenil Española) y con nuestros cuchillos de monte para cortar el pan y pelar la fruta en nuestras cinturas.
A la entrada del pueblo estaba un cabo de la Guardia Civil, nos vió, nos hizo bajar del motocultor, nos pidió la documentación y el permiso paterno para el viaje comprobando que todo estaba en orden, y sorpresivamente, a mi amigo Fernando Vaquero y a mi (a mi hermano José Luis nó porque lo había visto venir y lo escondió a tiempo) nos detuvo porque según él los cuchillos de monte no eran reglamentarios y su hoja pasaba de los 13 centímetros autorizados.
Estuvimos retenidos en Pego durante tres días hasta qué, con la intervención de un ingeniero amigo de mi padre que era natural de allí así como de la OJE nos dejó el cabo partir.
Lo mas curioso de todo es que los dos sucesos aquí relacionados figuraban en mi expediente cuando años mas tarde, por oposición, ingresé como cadete en la Academia Militar de Zaragoza.
(*) Los "patacones" eran unas grandes y feas monedas de aleación sin apenas casi valor, diez céntimos de peseta, cuando una lira italiana valía por aquél entonces 10 pesetas españolas.